
y ya no sé si reírme o mejor escribir...
pruébame y verás que todos somos adictos...
Hace ya varios atardeceres que disfrutaba de la calma de los días soleados. Atrás quedaban las noches de negras tormentas y de truenos resonando con un eco cavernoso en lo más profundo de su mente. No más luces cegadoras ni relámpagos surcando los cielos de sus noches de aparente calma, ésos que tanto disfrutaba ver desde la ventana de sus ojos, asomándose a su mundo interior.
No quedaba huella de las pisadas en el suelo cubierto de arcilla, pues la lluvia se había encargado de lavar viejas heridas. Y aún entonces se preguntaba -¿es suficiente?-, porque una suave brisa no basta para borrar los vestigios de esas batallas libradas con la más acérrima de sus enemigas, ella misma.
Ahora descansaba en brazos firmes, posaba su cabeza en ese pecho amplio que subía y bajaba en forma acompasada y suave al ritmo de su respiración, y jugaba a poner su oreja justo en el punto donde, debajo de la piel, el corazón de él latía tan fuerte que a ella le parecía que en cualquier momento sus latidos traspasarían la piel. Y cerraba los ojos y se buscaba en ellos, y en cada “bum, bum” había un te quiero, un lo siento o quizás un beso.
Un nuevo antídoto corría por sus venas, uno al que a cada minuto se volvía adicta. Las dosis eran cada vez mayores; primero bastaba con verlo, jugaban a regalarse miradas furtivas que guardaban para los ratos de ausencia; pero la vista se colmó y la sustancia se les desbordaba por los ojos, y en forma de lágrimas invisibles se colaba por la comisura de sus bocas y hacía que intercambiaran palabras que tejían interminables con los hilos de sus sueños. Y los olores, ese olor que ambos desprendían cuando el otro se tropezaba con su vista fija. Un olor dulce que hacía que las narices les picaran y estallaran en risas. Su risa, cómo no enamorarse de su risa.
Y finalmente lo supo cuando su lengua entró en el juego. El antídoto se absorbía más rápido por tacto, y el sudor, potente catalizador, hacía las veces de conductor al bañar el cuerpo de ella de ese rocío que la cubría cuando una nube con forma de él, se posaba sobre su cuerpo desnudo, colándose en lo más recóndito de sus pensamientos, de sus ideas, de su ser.
Hace ya varios amaneceres que disfrutaba en la tranquilidad de sus brazos. Atrás quedaban las maldiciones, los frascos vacíos de falsos placebos y las promesas rotas de falsos profetas. Creía entender lo que era soñar con algo real, al fin podía sentarse a su lado, permitirse sentir y dejar de buscar.
Y mientras ella trata de vivir, al fondo, muy al fondo de su inconciencia, resplandecen los relámpagos rezagados por su antídoto, esperando cualquier momento para colarse en algún hueco y recordarle que los que nacen con una tormenta en el alma, mueren al menos alcanzados por alguno de esos rayos, no importando el cómo ni el dónde, muchos menos el quién.
tengo ganas de no tener ganas... quiero ser libre sin dejar de pertenecer, aunque en el fondo ambos sepamos que no importa qué pase, más de la mitad de uno esté con el otro... (y al revés)
te amjkldfdfrpjfoeirjmfv...
A esta hora no había tráfico en las venas, y aprovechándolo, cruzo con parsimonia ambos ventrículos, tomó el viejo atajo hasta la aurícula derecha, y salió.
Conforme avanzaba, los latidos sonaban cada vez más lejanos y el paisaje se tornaba de tonos y matices diferentes a los que su vista acostumbraba. –La sangre... la sangre no es tan roja por aquí- se dijo a si mismo.
El rumbo por el que ahora merodeaba era desconocido y titubeó por un instante en continuar adentrándose a ese sistema que a la vista parecía interminable.
Pero ya era muy tarde, las arterias estaban congestionadas haciendo su trabajo y el rastro de glóbulos que fue dejando a su paso se había borrado.
Después de todo había sido su decisión marcharse del que fuese su hogar tanto tiempo. Y digo fuese porque ya no lo sentía así. Ahora era sólo un frío músculo del tamaño de un puño bombeando sangre a todo el cuerpo de ella. Porque acostumbrado a escuchar su nombre en cada latido, ahora sólo escuchaba un hueco “bum, bum”.
Desorientado y triste, buscó rincón en algún órgano desconocido para él, se sentó y sólo esperó. Lentamente, fue quedándose dormido, hasta que finalmente se sumió en una inconciencia de la que ya no saldría: la de su inexistencia.
Afuera, ella tomaba sus píldoras para olvidar. Se las había recetado uno de esos doctores que uno va a ver cuando se padecen males de amores. – No fueron baratas, así que más vale que funcionen- decía, al tiempo que cerraba el frasco, suspirando.
No hay duda, el amor es una enfermedad.
TANIA GUEVARA GUZMÁN
Colaboración Revista Especiales, edición Febrero 2008